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19 Avril 1961 S-8

Voy a retomar ante ustedes mi discurso, que se hace cada vez más difícil debido a la intención que tiene. Decir, por ejemplo, que hoy los llevo a un terreno desconocido sería inapropiado, ya que si hoy comienzo a llevarlos a un terreno, es porque, desde el inicio, ya había comenzado. Por otro lado, hablar de "terreno desconocido" cuando se trata del nuestro, el que llamamos inconsciente, es aún más inapropiado, porque de lo que se trata, y lo que hace difícil este discurso, es que no puedo decirles nada que no deba tomar todo su peso justamente de lo que no digo. No es que no se deba decir todo, sino que, para decir con precisión, no podemos decir todo, incluso de lo que podríamos formular, ya que ya hay algo en la fórmula que —verán, lo captamos en todo momento— precipita en lo imaginario lo que está en cuestión, que es esencialmente lo que ocurre debido a que el sujeto humano está expuesto, como tal, al símbolo.


En el punto al que hemos llegado, este "al símbolo", atención, ¿debe ponerse en singular o en plural? Seguramente en singular, en la medida en que el que introduje la última vez es, propiamente hablando, como tal, un símbolo innombrable —vamos a ver por qué y en qué sentido—, el símbolo Φ [gran phi], precisamente el punto en el que hoy debo retomar mi discurso para mostrarles en qué nos es indispensable para entender la incidencia del complejo de castración en el resorte de la transferencia.


Hay una ambigüedad fundamental entre: el falo símbolo Φ y el falo imaginario ϕ, interesado concretamente en la economía psíquica, allí donde lo encontramos, donde lo hemos encontrado eminentemente por primera vez, donde el neurótico lo vive de una manera que representa su modo particular de maniobrar, de operar con esta dificultad radical y fundamental que intento articular ante ustedes mediante el uso que doy a este símbolo Φ. Este símbolo Φ, la última vez y ya muchas veces antes, lo he designado brevemente, quiero decir, de una manera rápida, abreviada, como símbolo que responde al lugar donde se produce la falta de significante.


Si nuevamente he desvelado desde el inicio de esta sesión esta imagen que nos sirvió la última vez como soporte para introducir las paradojas, las antinomias, vinculadas a estos deslizamientos diversos, tan sutiles, tan difíciles de captar en sus distintos tiempos y, sin embargo, indispensables de sostener si queremos entender de qué se trata en el complejo de castración, que son los desplazamientos, las ausencias, los niveles y las sustituciones donde interviene lo que la experiencia analítica nos muestra cada vez más. Este falo en sus múltiples fórmulas, casi ubicuas, lo ven en la experiencia, si no resurgir, al menos —no lo pueden negar— en los escritos teóricos, reaparecer a cada momento bajo las formas más diversas, y hasta el último término de las investigaciones más primitivas, sobre lo que sucede en las primeras pulsaciones del alma. El falo que ven al último término identificado, por ejemplo, con la fuerza de agresividad primitiva en tanto que es el objeto más dañino encontrado al final en el seno de la madre y que también es el objeto más nocivo. ¿Por qué esta ubicuidad? No soy yo quien la introduce aquí ni la sugiere, está manifiesta por todas partes en los escritos de cualquier intento seguido de formular, en un plano tanto antiguo como nuevo, renovado, de la técnica analítica.


Pues bien, intentemos poner orden en esto y ver por qué es necesario que insista en esta ambigüedad, o en esta polaridad si lo prefieren, polaridad en dos términos extremos: lo simbólico y lo imaginario, en lo que respecta a la función del significante falo.


Digo "significante" en la medida en que es utilizado como tal, pero cuando hablo de él, cuando lo introduje hace un momento, dije el símbolo falo y, verán, es quizás en efecto el único significante que merece, en nuestro registro y de manera absoluta, el título de símbolo.


Así pues, he vuelto a desvelar esta imagen —que seguramente no es simple reproducción de la original del artista— del cuadro del que partí como la imagen ejemplar, que me pareció cargada en su composición de todas esas riquezas que cierto arte de la pintura puede producir y cuyo recurso manierista he examinado. Lo voy a hacer pasar rápidamente, aunque solo sea para aquellos que no pudieron verlo.


Quiero simplemente, y a título de complemento, dejar bien claro, para quienes quizá no lo pudieron escuchar con precisión, lo que quiero subrayar de la importancia aquí de lo que llamaré la aplicación manierista. Verán que la aplicación debe utilizarse tanto en sentido propio como en sentido figurado.


No soy yo, sino estudios ya existentes, quienes han hecho la conexión en este cuadro con el uso que se da a la presencia del ramo de flores en primer plano: cubre lo que debe cubrir, de lo que les dije que era menos aún el falo amenazado de EROS —aquí sorprendido y descubierto por una iniciativa de la pregunta de PSYCHE: "¿Qué hay de él?"— que lo que aquí el ramo cubre: el punto preciso de una presencia ausente, de una ausencia presentificada.

La historia técnica de la pintura de la época nos interpela, no por mi camino, sino por el camino de los críticos que han partido de premisas completamente diferentes a las que aquí podrían guiarme. Han destacado la relación que existe, debido al probable colaborador, que es quien ha hecho específicamente las flores. Algunas cosas nos indican que probablemente no fue el mismo artista quien operó en ambas partes del cuadro, y que, siendo hermano o primo del artista, fue otro, Francesco en lugar de Jacopo, quien, debido a su habilidad técnica, fue solicitado para realizar este fragmento magistral de las flores en su jarrón, en el lugar que correspondía.


Esto ha sido comparado por los críticos con algo que espero que algunos de ustedes conozcan: la técnica de ARCIMBOLDO, que se dio a conocer hace unos meses a aquellos que están al tanto de los diversos retornos a la actualidad de aspectos a veces elididos, velados u olvidados de la historia del arte. Este ARCIMBOLDO se distingue por esa técnica singular que tuvo su último brote, por ejemplo, en la obra de mi viejo amigo Salvador DALÍ, quien lo llamó "el dibujo paranoico".


En el caso de ARCIMBOLDO, se trata de representar, por ejemplo, la figura del bibliotecario —trabajaba en gran parte en la corte del famoso RODOLFO II de Bohemia, quien también dejó muchas otras huellas en la tradición del objeto raro—, de RODOLFO II mediante una estructura ingeniosa de los utensilios primarios de la función del bibliotecario, es decir, una cierta forma de disponer los libros de tal manera que la imagen de un rostro, de una cara, se sugiera aquí mucho más que sutilmente, realmente se imponga.



Asimismo, el tema simbólico de una estación encarnada en la forma de un rostro humano se materializará por todos los frutos de esa estación, cuyo ensamblaje mismo se realizará de tal manera que la sugerencia de un rostro también se impondrá en la forma realizada.


En resumen, esta realización de lo que en su figura esencial se presenta como la imagen humana, la imagen de un otro, se logrará mediante el procedimiento manierista de la coalescencia, la combinación, la acumulación de una serie de objetos cuyo total estará cargado de representar lo que a partir de entonces se manifiesta a la vez como sustancia e ilusión, ya que, al mismo tiempo que se sostiene la apariencia de la imagen humana, algo se sugiere que se imagina en el desensamblaje de los objetos que, al presentar de algún modo la función de la máscara, muestran también la problemática de esta máscara.



A lo que en resumen siempre nos enfrentamos cada vez que vemos entrar en juego esta función tan esencial de la persona, en la medida en que la vemos todo el tiempo en primer plano en la economía de la presencia humana, es esto: si hay necesidad de una "persona", es porque detrás, tal vez, toda forma se elude y se desvanece.

Y ciertamente, si es de un conjunto complejo que la persona resulta, es en efecto ahí donde yace tanto el engaño como la fragilidad de su subsistencia y donde, detrás, no sabemos nada de lo que puede sostenerse, porque una apariencia duplicada se impone o se sugiere esencialmente como redoble de apariencia, es decir, algo que deja en su interrogación un vacío: la pregunta de saber qué hay detrás en último término.


Referencia a Hegel, La fenomenología del espíritu, trad. Hyppolite, Aubier-Montaigne, 1941 (reimpresión 1975) t.1, p.140-141: "Es claro entonces que detrás de la cortina, como se dice, que debe cubrir el interior, no hay nada que ver, a menos que nosotros mismos penetremos detrás de ella, tanto para que haya alguien que vea, como para que haya algo que ver." Y la nota (55) que se añade: "El interior de las cosas es una construcción del espíritu. Si tratamos de levantar el velo que cubre lo real, solo encontraremos a nosotros mismos, la actividad universalizadora del espíritu que llamamos entendimiento."


Es en este registro donde se afirma, en la composición del cuadro, el modo bajo el cual se mantiene la cuestión, porque es eso lo que debemos sostener, mantener esencialmente ante nuestra mente: ¿de qué se trata en el acto de PSIQUE? PSIQUE, satisfecha, se interroga sobre con qué está lidiando, y es este momento, este preciso instante privilegiado, el que ha capturado ZUCCHI, tal vez mucho más allá de lo que él mismo podría o hubiese podido articular en un discurso: hay un discurso sobre los dioses antiguos de este personaje, me tomé la molestia de revisarlo, sin muchas ilusiones, pues no hay mucho que extraer de ese discurso, pero la obra habla lo suficiente por sí misma... que el artista en esta imagen capturó algo instantáneo que llamé la última vez ese momento de aparición, de nacimiento de PSIQUE, esa especie de intercambio de poderes que hace que ella tome cuerpo, y con todo ese séquito de infortunios que serán los suyos para que ella cierre un ciclo, para que recupere en ese instante algo que, para ella, desaparecerá justo después, precisamente aquello que quiso capturar, aquello que quiso revelar: la figura del deseo.

La introducción del símbolo Φ [gran phi] como tal, ¿qué la justifica, ya que lo propongo como lo que ocupa el lugar del significante faltante? ¿Qué significa que falte un significante? ¿Cuántas veces les he dicho que una vez dada la batería de significantes, más allá de un cierto mínimo que aún está por determinar, y del que les he dicho que, en el límite, cuatro deben ser suficientes para todas las significaciones, como nos enseña JAKOBSON [Cf. α,β,γ,δ, en « el seminario sobre La carta robada »: Escritos, p. 11], no hay lengua, por primitiva que sea, en la que no pueda expresarse finalmente todo, salvo, por supuesto, que, como dice el proverbio vaudois: "Todo es posible para el hombre, lo que no puede hacer, lo deja", lo que no pueda expresarse en dicha lengua, pues sencillamente no será sentido. Esto no será sentido, subjetivado, si subjetivar significa ocupar un lugar en un sujeto, válido para otro sujeto, es decir, ir más allá de ese punto más radical donde la idea misma de comunicación no es posible.

Cualquier batería de significantes siempre puede "decir todo", ya que lo que no puede decir no significará nada en el lugar del Otro, y todo lo que significa para nosotros siempre ocurre en el lugar del Otro. Para que algo signifique, debe ser traducible en el lugar del Otro. Supongamos una lengua —ya se los he señalado antes— que no tenga tal figura; pues bien, no la expresará, pero la significará de alguna manera, por ejemplo, mediante el proceso del "deber" o del "tener". Y de hecho, eso es lo que ocurre, no necesito profundizar en esto, ya lo he mencionado: es así como en francés y en inglés se expresa el futuro:

Cantare habeo, yo cantaré, tú cantarás, es el verbo haber que se conjuga, originalmente, de la manera más atestada. – I shall sing, también es, de manera indirecta, expresar lo que el inglés no tiene, es decir, el futuro.

No hay ningún significante que falte. ¿En qué momento comienza a aparecer posiblemente la falta de un significante? En esa dimensión propia que es subjetiva y que se llama la pregunta. Les recuerdo que he enfatizado suficientemente en su momento el carácter fundamental, esencial, de la aparición en el niño —bien conocida ya, señalada, por supuesto, por la observación más habitual— de la pregunta como tal. Ese momento tan particularmente embarazoso, debido al carácter de esas preguntas, que no es cualquiera. Aquel en el que el niño, que sabe manejarse, desenvolverse con el significante, se introduce en esa dimensión que lo lleva a hacer a sus padres las preguntas más incómodas, esas que todos saben que provocan el mayor desconcierto y, en verdad, respuestas casi necesariamente impotentes:

– ¿Qué es correr? – ¿Qué es golpear con el pie? – ¿Qué es un imbécil?

Lo que nos hace tan inadecuados para satisfacer estas preguntas, que nos obliga a responder de una manera tan especialmente torpe, como si no supiéramos nosotros mismos:

– que "correr es caminar muy rápido" es realmente arruinar el trabajo, – que "golpear con el pie es estar enojado" es realmente decir una tontería. – No insisto en la definición que podemos dar de "imbécil".

Es claro que lo que está en juego en ese momento es el distanciamiento del sujeto con respecto al uso del significante mismo. Y que la pasión por las palabras, por lo que significa que haya palabras: que se hable y que se designe algo tan cercano a lo que está en juego mediante algo tan enigmático como se llama una palabra, un término, un fonema, es de lo que se trata. La incapacidad sentida en ese momento por el niño está —formulada en la pregunta— en atacar al significante como tal en el momento en que su acción ya está marcada en todo, de manera indeleble. Todo lo que vendrá como pregunta en la posterior historia de su meditación pseudo-filosófica no hará más que decaer, pues cuando llegue al "¿qué soy?" estará mucho menos lejos, excepto, por supuesto, si es analista. Pero si no lo es —no está en su poder serlo desde hace tanto tiempo—, cuando llegue a hacerse la pregunta "¿qué soy?", no puede ver que al ponerse precisamente en cuestión bajo esa forma, se vela a sí mismo, no se da cuenta de que es cruzar la etapa de la duda sobre el ser al preguntarse qué es uno, porque al simplemente formular su pregunta de esa manera, cae de lleno —salvo que no se dé cuenta— en la metáfora.


Lo que observamos aquí en [II], como iniciación de este cruce, de esta sucesión que consistirá en la secuencia de los diferentes elementos fonemáticos del significante, es que esto se desarrolla mucho antes de encontrarse con la línea en la que aquello que está llamado a ser —es decir, la intención de significado o incluso la necesidad, si así lo prefieren— toma su lugar. Esto significa lo siguiente: cuando este doble cruce finalmente se realiza simultáneamente, ya que si el nachträglich (posterioridad) significa algo, es que es en ese mismo instante —cuando la frase ha terminado— que el sentido emerge.

Este concepto destaca que el significado no está presente desde el inicio, sino que se revela retrospectivamente, en un momento preciso, cuando todos los elementos de la frase o del discurso se han articulado. Solo entonces, en ese cruce entre la secuencia del significante y la intención que subyace, se produce el sentido.



"En el camino, sin duda ya se ha tomado la decisión, pero el sentido solo se capta cuando, en la acumulación sucesiva, los significantes han ocupado su lugar uno tras otro, y estos se despliegan, si se quiere, en un orden inverso, donde 'soy un niño' aparece en la línea significante de acuerdo al orden en que estos elementos se han articulado. ¿Qué está ocurriendo? Está ocurriendo que, cuando el sentido se completa, lo que siempre hay de metafórico en toda atribución — 'no soy más que el que habla' — y actualmente, 'soy un niño'. Al decirlo, al afirmarlo, se produce esta toma, esta calificación del sentido gracias a la cual me concibo en una cierta relación con los objetos que son los objetos infantiles. Me convierto en otro de lo que, de ninguna manera, podría haber aprehendido al principio: me encarno, me cristalizo, me idealizo, me convierto en mi yo ideal. Y esto, al fin y al cabo, de manera muy directa: en la secuencia, en el proceso de la simple inchoación significante como tal, en el hecho de haber producido signos capaces de referirse a la actualidad de mi palabra. El comienzo está en el 'yo' y el término está en 'el niño'. Lo que queda aquí como secuela es algo que puedo ver o no ver: es el enigma de la propia pregunta, es el '¿qué?' que aquí pide ser retomado a nivel del gran Otro, a continuación."


216 Todas las notas a nuestra disposición indican, como la estenotipia: depresión.217 Cf. sesión del 25-11-1959 donde Lacan cita la fórmula: «el niño es el padre del hombre» de Wordsworth, retomada por Freud.218 Inchoación, sustantivo femenino: comienzo.219 Los esquemas son establecidos por nosotros en función de notas y de los Escritos, p. 808.

Ver que la secuencia, la secuela "lo que soy" aparece bajo la forma en que permanece como pregunta: donde es para mí el punto de referencia, el punto correlativo donde me fundo como ideal del yo, es decir, como el punto:

– donde la pregunta tiene para mí importancia,– donde la pregunta me interpela en la dimensión ética,– donde da esta forma que es la misma que Freud asocia con el superyó,– y de donde el nombre lo califica de manera diversa y legítima como algo que se conecta directamente, hasta donde sé, con mi inchoación significante, es decir: un niño.

Pero ¿qué significa esta respuesta precipitada, prematura, este algo que hace que, en resumen, eluda toda la operación que se ha hecho, la operación central? Este algo que hace precipitar la palabra niño, es la evitación de la verdadera respuesta, que debe comenzar mucho antes que cualquier término de la frase. La respuesta al "¿qué soy?" no es nada más articulable, bajo la misma forma en que les he dicho que ninguna demanda es sostenida.

A la pregunta "¿qué soy?", no hay otra respuesta, a nivel del Otro, que "déjate ser". Y cualquier respuesta apresurada dada a esta pregunta, sea cual sea en el orden de la dignidad: niño o adulto, no es más que aquello donde huyo del sentido de ese "déjate ser". Por lo tanto, está claro que es a nivel del Otro y de lo que significa esta aventura en el punto degradado donde la captamos, es a nivel de este "¿qué?", que no es "¿qué soy?", sino lo que la experiencia analítica nos permite desvelar a nivel del Otro,

– bajo la forma del Otro,– bajo la forma del "¿qué quieres?",– bajo la forma de aquello que solo puede detenernos en el punto preciso de lo que está en juego en toda pregunta formulada, a saber, lo que deseamos al formular la pregunta.

Es ahí donde debe ser comprendido, y es ahí donde interviene la falta de significante de la que trata el Φ del falo.

Sabemos que lo que el análisis nos ha mostrado, lo que ha encontrado, es que el sujeto se enfrenta al objeto del fantasma en tanto que se presenta como el único capaz de fijar un punto privilegiado: lo que debe llamarse, con el principio del placer, una economía regida por el nivel de la jouissance. Lo que el análisis nos enseña es que al trasladar la pregunta al nivel del "¿qué quiere?", "¿qué quiere ahí dentro?", lo que encontramos es un mundo de signos alucinados, que la prueba de realidad nos presenta como esta especie de manera de probar la realidad de esos signos surgidos en nosotros según una secuencia necesaria, en lo que consiste precisamente la dominancia del principio del placer sobre el inconsciente.

Por lo tanto, lo que está en juego, obsérvenlo bien, es asegurarse en la prueba de realidad de controlar una presencia real, pero una presencia de signos. Freud lo subraya con la mayor energía. No se trata en la prueba de realidad de controlar si nuestras representaciones corresponden bien a lo real —sabemos desde hace tiempo que no lo logramos mejor que los filósofos— sino de controlar que nuestras representaciones estén realmente representadas, Vorstellungsrepräsentanz. Se trata de saber si los signos están realmente ahí, pero en tanto que signos, ya que son signos de esta relación con otra cosa.

Y eso es todo lo que quiere decir lo que nos aporta la articulación freudiana: que la gravitación de nuestro inconsciente se refiere a un objeto perdido que nunca es más que reencontrado, es decir, nunca realmente reencontrado. Nunca es más que significado, y esto precisamente debido a la cadena del principio del placer. El verdadero objeto, el auténtico objeto del que hablamos cuando mencionamos un objeto, no es de ninguna manera atrapado, transmisible, intercambiable. Está en el horizonte de aquello alrededor de lo cual giran nuestros fantasmas, y sin embargo, con eso debemos hacer objetos que, a su vez, sean intercambiables.

Pero el asunto está muy lejos de resolverse. Quiero decir que les he subrayado bastante el año pasado lo que está en juego en lo que se llama la moral utilitaria. Se trata sin duda de algo completamente fundamental en el reconocimiento de los objetos que pueden ser llamados constituidos por "el mercado de los objetos". Son objetos que pueden servir a todos, y en ese sentido, la llamada moral utilitaria está más que fundamentada: no hay otra. Y es precisamente porque no hay otra, que las dificultades que supuestamente presentaría están de hecho perfectamente resueltas.

Está muy claro que los utilitaristas tienen toda la razón al decir que, cada vez que tratamos con algo que puede intercambiarse con nuestros semejantes, la regla es la utilidad, no la nuestra, sino la posibilidad de uso, la utilidad para todos y para la mayoría. Eso es lo que genera la brecha de lo que está en juego en la constitución de este objeto privilegiado que surge en el fantasma, junto con todo tipo de objeto denominado del mundo socializado, del mundo de la conformidad.

El mundo de la conformidad ya es coherente en una organización universal del discurso. No hay utilitarismo sin una "teoría de las ficciones". Pretender de alguna manera que es posible recurrir a un objeto natural, pretender incluso reducir las distancias donde se sostienen los objetos del acuerdo común, es introducir una confusión, un mito más en la problemática de la realidad.



220 Cf. seminario 1959-60: "La ética del psicoanálisis", sesiones del 18-11-59 y 23-03-60 en relación con Jeremy Bentham.


El objeto del que se trata en la relación de objeto analítica es un objeto que debemos identificar, hacer surgir, situar en el punto más radical donde se plantea la pregunta del sujeto respecto a su relación con el significante. La relación con el significante es, de hecho, tal que, si solo estamos tratando, a nivel de la cadena inconsciente, con signos, y si se trata de una cadena de signos, la consecuencia es que no hay ningún punto de detención en la referencia de cada uno de estos signos al que le sigue. Porque la característica propia de la comunicación por signos es hacer que ese otro mismo a quien me dirijo —para incitarlo a que apunte de la misma manera que yo al objeto al que se refiere este signo— se convierta en un signo.

La imposición del significante al sujeto lo congela en la posición propia del significante. Se trata entonces de encontrar el garante de esta cadena, que, a través del traspaso de sentido de signo en signo, debe detenerse en algún punto, lo que nos da la señal de que tenemos derecho a operar con signos. Es ahí donde surge el privilegio del Φ (falo) entre todos los significantes. Y tal vez te parezca demasiado simple, casi infantil, destacar lo que está en juego con este significante en particular.

Este significante siempre oculto, siempre velado, hasta el punto de que —¡Dios mío!— nos sorprende, se destaca como una particularidad, casi una empresa exorbitante haberlo representado en tal o cual rincón de la representación o del arte, en alguna forma. Es más que raro —aunque, por supuesto, esto existe— verlo puesto en juego en una cadena jeroglífica o en una pintura rupestre prehistórica. Este falo, del que no podemos decir que no juegue algún papel en la imaginación humana, incluso antes de cualquier exploración analítica, es con frecuencia omitido en nuestras representaciones hechas significantes. ¿Qué significa esto?

Significa que, después de todo, de todos los signos posibles, ¿no es este el que reúne en sí mismo el signo, es decir, a la vez el signo, el medio de acción y la presencia misma del deseo como tal? Es decir, al dejarlo salir a la luz en esta presencia real, ¿no es precisamente lo que tiene la capacidad, no solo de detener toda esta referencia en la cadena de signos, sino incluso de sumergirlos en una especie de sombra de la nada?

No hay, sin duda, un signo más seguro del deseo, a condición de que no quede más que el deseo. Entre este significante del deseo y toda la cadena significante se establece una relación de "o bien... o bien". PSIQUE era feliz en esa cierta relación con lo que no era un significante, lo que era la realidad de su amor con EROS. Pero claro, ¡es PSIQUE y quiere saber! Se hace la pregunta porque el lenguaje ya existe y no se pasa la vida solo haciendo el amor, sino también charlando con sus hermanas. Al charlar con sus hermanas, ella quiere poseer su felicidad. No es una cosa tan simple. Una vez que uno ha entrado en el orden del lenguaje, poseer su felicidad significa poder mostrarla, poder explicarla, poder arreglar sus flores, poder igualarse a sus hermanas demostrando que tiene algo mejor que ellas, y no solo algo diferente.

Y por eso PSIQUE surge en la noche, con su lámpara y también con su pequeño cuchillo. No tendrá absolutamente nada que cortar —como ya les he dicho, porque eso ya está hecho. No tendrá nada que cortar, si se me permite decirlo, excepto —lo que haría bien en hacer cuanto antes— la corriente, es decir, no vería otra cosa que un gran deslumbramiento de luz, y lo que sucederá será, muy en contra de su voluntad, un rápido retorno a las tinieblas, de las cuales haría mejor en retomar la iniciativa antes de que su objeto se pierda definitivamente, que EROS se quede enfermo por mucho tiempo y solo pueda reencontrarlo tras una larga cadena de pruebas.

Lo importante en este cuadro, lo que es para nosotros…


Es PSIQUE quien está iluminada y, como les enseño desde hace tiempo con respecto a la forma delicada de la feminidad, en el límite entre lo púber y lo impúber, es ella quien, para nosotros, en la representación, aparece como la imagen fálica. Y al mismo tiempo queda encarnado que no es ni la mujer ni el hombre quienes, en último término, son el soporte de la acción castradora, sino esta imagen [fálica] en sí misma, en tanto que está reflejada, que está reflejada en la forma narcisista del cuerpo.


Es en la medida en que la relación — innombrable porque es inefable, porque es indescriptible — del sujeto con el significante puro del deseo se proyecta sobre el órgano, localizable, preciso, situable en alguna parte del conjunto del edificio corporal, que entra en el conflicto propiamente imaginario de verse a sí mismo como privado o no privado de este apéndice. Es en este segundo tiempo imaginario donde residirá todo aquello alrededor de lo cual se elaborarán los efectos sintomáticos del complejo de castración. Solo puedo aquí esbozarlo e indicarlo, es decir, recordar, resumir lo que ya he tocado para ustedes de manera mucho más desarrollada cuando les he hablado, muchas veces por supuesto, de lo que constituye nuestro objeto, es decir, las neurosis.


¿Qué hace el histérico? ¿Qué hace DORA en último término? Les he enseñado a seguir sus caminos y desvíos en las identificaciones complejas, en el laberinto donde se encuentra confrontada — ¿con qué? — con aquello en lo que FREUD mismo tropieza y se pierde. Porque lo que él llama el objeto de su deseo, ustedes saben que se equivoca precisamente porque busca la referencia de DORA como histérica, ante todo, en la elección de su objeto, un objeto que sin duda es el objeto pequeño (a). Y es cierto que de alguna manera M. K. es el objeto pequeño (a), y después de él: el propio FREUD. Y, en verdad, ese es el fantasma, en tanto que el fantasma es el soporte del deseo. Pero DORA no sería una histérica si se contentara con ese fantasma. Ella apunta a otra cosa, apunta a más, apunta al Gran A. Apunta al Otro absoluto: Mme K. Les he explicado hace tiempo que Mme K. es para ella la encarnación de esta pregunta:


"¿Qué es una mujer?"


Y debido a esto, al nivel del fantasma, no es S◊a, la relación de desvanecimiento, de vacilación, lo que caracteriza la relación del sujeto con este (a) que se produce, sino otra cosa. Porque ella es histérica, se trata de un gran A como tal, Gran A en el que ella cree, a diferencia de una paranoica. "¿Qué soy?" tiene para ella un sentido que no es el de hace un momento, de los desvíos morales ni filosóficos; tiene un sentido pleno y absoluto.


Y no puede evitar encontrarse, sin saberlo, con el signo Φ perfectamente cerrado, siempre velado, que responde a esa pregunta. Y es por eso que recurre a todas las formas que puede dar al sustituto más cercano, obsérvenlo bien, de este signo Φ.


A saber: si siguen las operaciones de DORA o de cualquier otra histérica, verán que para ella nunca se trata más que de una especie de juego complicado, por el cual puede, si se me permite decirlo, sustraer la situación deslizando donde debe estar el ϕ [pequeño phi] del falo imaginario.


A saber: su padre es impotente con Mme K.: bueno, ¡qué importa! Ella será quien realice la copulación, ella pagará con su persona, ella será quien sostenga esta relación. Y como eso todavía no es suficiente, hará intervenir la imagen sustituida por ella —como les he mostrado y demostrado desde hace mucho tiempo— de M. K., a quien precipitará en los abismos, a quien rechazará en las tinieblas exteriores, en el momento en que este animal le diga justo la única cosa que no debía decirle: "Mi esposa no significa nada para mí", es decir, "ella no me excita". Si ella no te excita, entonces, ¿para qué sirves?

Porque todo lo que está en juego para DORA, como para toda histérica, es ser la procuradora de este signo bajo la forma imaginaria.


La devoción de la histérica, su pasión por identificarse con todos los dramas sentimentales, por estar allí, por apoyar entre bastidores todo lo que pueda ser apasionante y que, sin embargo, no es su asunto, ahí es donde está el resorte, la fuente alrededor de la cual prolifera todo su comportamiento.


Si intercambia siempre su deseo por este signo —no vean en otra parte la razón de lo que se llama su "mitomanía"— es porque hay algo que ella prefiere a su deseo: prefiere que su deseo quede insatisfecho para que el Otro conserve la clave de su misterio. Es lo único que le importa, y es por eso que, identificándose con el drama del amor, se esfuerza por reanimar, reasegurar, recompletar, reparar a ese Otro.


En última instancia, es de esto de lo que debemos desconfiar: de cualquier ideología reparadora, de nuestra iniciativa como terapeutas, de nuestra vocación analítica. No es ciertamente el camino del histérico lo que se nos ofrece más fácilmente, por lo que no es ahí donde la advertencia puede ser más importante.


Hay otro camino, el del obsesivo, que, como todos saben, es mucho más inteligente en su forma de operar. Si la fórmula del fantasma histérico puede escribirse así: a/-ϕ ◊ A. Es decir: (a), el objeto sustitutivo o metafórico, sobre algo que está oculto, a saber, -ϕ, su propia castración imaginaria en su relación con el Otro.


Hoy solo introduciré y esbozaré la fórmula diferente del fantasma del obsesivo. Pero antes de escribirla, necesito hacer una serie de indicaciones, de puntos que los pongan en camino. Sabemos cuál es la dificultad en el manejo del símbolo Φ en su forma revelada, es —como les dije hace un momento— lo que tiene de insoportable, que no es otra cosa que esto: no es simplemente signo y significante, sino presencia del deseo, es la presencia real del deseo.


Les pido que capten este hilo, esta indicación que les doy, y que —dada la hora— solo puedo dejar aquí como una indicación para retomarla la próxima vez. Es que, en el fondo de los fantasmas, de los síntomas, de estos puntos de emergencia donde vemos el laberinto histérico dejar deslizar su máscara, encontramos algo que llamaría "la ofensa a la presencia real". El obsesivo, él también, se enfrenta al misterio del significante falo y, para él también, se trata de hacerlo manejable.


En algún lugar, un autor 221 —del que tendré que hablar la próxima vez, ya que ha abordado de una manera que sin duda es instructiva y fructífera para nosotros, si sabemos criticarla, la función del falo en la neurosis obsesiva—, en algún lugar, un autor ha entrado por primera vez en esta relación al tratar una neurosis obsesiva femenina. Él subraya ciertos fantasmas sacrílegos: la figura de Cristo, o incluso su propio falo, pisoteados, de los cuales surge para ella un aura erótica percibida y confesada. Este autor se precipita inmediatamente hacia la temática de la agresividad, de la envidia del pene, y esto a pesar de las protestas de la paciente.


¿Acaso mil otros hechos, que podría mencionar aquí para ustedes en abundancia, no nos muestran que es más conveniente detenernos mucho más en la fenomenología, que no es cualquiera, de esta fantasmatización que llamamos, demasiado brevemente, "sacrílega"?

Recordemos el fantasma del "Hombre de los ratones", imaginando que en medio de la noche su padre muerto resucitado viene a golpear a la puerta y se le muestra a él mientras se masturba: una "insulto" también aquí a la presencia real.


Lo que llamamos "agresividad" en la obsesión está siempre presente como una agresión, precisamente a esa forma de aparición del Otro que en otras ocasiones he llamado "falofanía": el Otro en tanto que puede presentarse como falo. Golpear el falo en el Otro para curar la castración simbólica, golpearlo en el plano imaginario, es el camino que el obsesivo elige para intentar abolir la dificultad que yo designo como "parasitismo del significante en el sujeto", para restituir —para él— la primacía del deseo, pero al precio de una degradación del Otro, lo que lo convierte esencialmente en una función de algo que es la elisión imaginaria del falo.


Es en la medida en que el obsesivo está en este punto preciso del Otro, donde se encuentra en estado de duda, de suspensión, de pérdida, de ambivalencia, de ambigüedad fundamental, que su correlación con el objeto —un objeto siempre metonímico, porque para él el otro, es cierto, es esencialmente intercambiable— que su relación con el otro objeto está esencialmente gobernada por algo que tiene relación con la castración y que aquí toma una forma directamente agresiva: ausencia, depreciación, rechazo, negación del signo del deseo del Otro como tal, no la abolición ni la destrucción del deseo del Otro, sino el rechazo de sus signos.


Y es de ahí que emerge y se determina esa imposibilidad tan particular que afecta la manifestación de su propio deseo.


Seguramente, mostrarle —como lo hacía el analista al que aludí hace un momento, y con insistencia— esta relación con el falo imaginario para, por así decirlo, familiarizarlo con su impasse, es algo que no podemos decir que no esté en el camino hacia la solución de las dificultades del obsesivo.


Pero, ¿cómo no detenernos en este punto y destacar que, después de cierto momento, cierta etapa del working through de la castración imaginaria, el sujeto —nos dice este autor— no estaba en absoluto libre de sus obsesiones, sino solamente de la culpa que las acompañaba?


Por supuesto, podemos decirnos que con esto la cuestión de esta vía terapéutica queda juzgada. ¿A qué nos introduce esto? A la función Φ del significante falo como significante en el propio transfer.


Si la cuestión de "¿cómo se posiciona el propio analista respecto a este significante?" es esencial aquí, es porque ya está ilustrada por las formas y por los impasses que una cierta orientación terapéutica en este sentido nos demuestra.


Esto es lo que intentaré abordar para ustedes la próxima vez.

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